MAMÁ, TE REGALO UN RECUERDO.

Será que me acerco a una velocidad ultrasónica a los 40 y que ya he nacido para todo, que los recuerdos afloran en cada aroma, en cada lugar, en cada comida, en cada tacto, en cada risa. Evoco pasajes de mi vida que ocurrieron cuando tenía dos años.
Ya son pasajes, ya son recuerdos, ya son años.
Rememoro entusiasmada como no siempre he tenido esta melancolía aunque sí esta visión trágica de la existencia:
Un día, supongo que sería abril o mayo, porque recuerdo esa espesura de las sobremesas primaverales, entré al baño. La puerta estaba rota y mis padres ya nos habían advertido que no cerrásemos del todo que después no se podría abrir.  Iba bailando, como siempre, y en una pirueta empujé la puerta tan fuerte que se quedó encajada. Cuando oí el portazo,  con cara de espanto me acerqué a cámara lenta para comprobar que podía abrir. ¡Milagro!, la puerta se abría. El portazo la había arreglado y ya podía  hacer mis necesidades tranquila, sin la inquietud de que el chinchón de mi hermano entrase a incordiar.  Volví a cerrar y tras hacer todas las acciones pipipoposibles  me dispuse a salir por donde había entrado y efectivamente no se había arreglado por arte de magia.
-Mamáááá, abre la maldita puerta.
Al otro lado, nadie era mañoso en el arte de las chapuzas, de hecho la cerradura estaba rota hacia ya varias semanas.
Supongo que pasarían 5 minutos, no más, y yo con ese dramatismo que me caracteriza ya estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de salir de allí.
-Mamá, pon una escalera en la ventana o me tiro-. Increpaba a mi madre desde dentro llorando y gritando. Tengo que decir que la distancia desde la ventana al suelo era parecida al salto aquel de la estratosfera.
Lloré, pataleé, me revolqué en el suelo, miré por aquella ventana estratosférica cientos de veces, tomé carrerilla con la intención de tirarme porque prefería la muerte a estar allí encerrada.
Y es que la claustrofobia me ha perseguido siempre, así como los abrazos de mi madre que tanto me tranquilizaron cuando por fin se abrió la puerta.
Siempre recordaré que después comí un bocadillo de salchichón con margarina Tulipán. Qué rico estaba y qué tarde más bonita pasé. El resto del día, mi madre me trató con ese cariño, un poco más especial, con el que las madres tratan a sus hijos cuando han pasado por un incidente como este.
Dedicado a los niños que, aunque sean pocas, tienen alguna oportunidad, a los niños que no han vivido su infancia en un hospital, a los niños que todavía no han muerto y a aquellos que sus padres los dejaron nacer. En definitiva a los niños afortunados.

Comentarios

  1. Te falta algo de color.Quizá para primavera que la sangre altera y anima a cualquiera??

    ResponderEliminar
  2. Un beso de el "chinchón". Me voy a por un bocadillo de Salchichón con Tulipán, que me trae recuerdos tan buenos como los que me ha traído este relato :)

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

MARCAR UNA DIFERENCIA

LA VOZ

DOS MIL CATORCE