EL FARO

    

    Llegué a la isla al final del verano de 2018. La gente no era muy amable por allí y tengo que confesar que la tristeza me mantuvo ocupada hasta bien entrado diciembre. Para entonces comprendí el porqué de ese carácter. Los inviernos eran durísimos. Las olas del mar parecían dragones de cinco metros de altura que amenazaban con comernos si no fuese por el viento que las disolvía en forma de miles de punzones afilados. Aquel aire racheado y frío se metía en la médula y no había chimenea que lo aplacase. 
Mientras esto sucedía en tierra, en el agua los pescadores seguían saliendo a faenar  uno de cada tres noches. En enero, uno de los barcos no regresó a tierra. Murieron tres hombres de la misma familia.
En algún momento del día, las tormentas daban una tregua, entonces yo salía con mi bicicleta hasta el final del camino desde el que se ve el islote del faro. Ver su luz me reconfortaba, me resituaba en el mundo, me recordaba quien era yo y hacia donde iba. Sin duda alguna era mi momento feliz. Gracias a ello sobreviví.
Los isleños despreciaban aquel faro, existía la creencia colectiva de que no cumplía su función. Pedían a la comisión de faros del ministerio que lo cambiasen. Anotaban en un muro todas las vidas que se habían perdido  en los accidentes de aquellas aguas. Nadie, ni nada recordaba todos los barcos que había guiado, todas las vidas que había salvado y toda la belleza que aquella luz desprendía. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

MARCAR UNA DIFERENCIA

LA VOZ

DOS MIL CATORCE